sábado, 27 de octubre de 2012

Voluntad controlada


Hace poco más de doce años atrás yo vivía en otro país. Mi país. Mi lugar en el mundo. Mi casa. Mi tierra, mi raíz.

Nací y me crié en medio de una familia cuyo padre laburaba (curraba, trabajaba) en la mítica y poderosa SEGBA (Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires). Su entrega y responsabilidad en la CADE (Compañía Argentina de Electricidad) lo llevaron a tener un buen lugar en la nueva empresa estatal. Pensaba siempre, bien o mal, en nosotros. En que su esposa pudiese ser “ama de casa” y en que su hijo creciera  con el objetivo de ser una persona honrada y con “estudios” para que en el futuro no tuviese la necesidad de deslomarse como lo estaba haciendo él. Ya, en las épocas de jubilación, tendrían tiempo con su mujer de disfrutar de una casita en Mar del Plata. Mientras tanto el hijo ingeniero electrónico o militar de carrera (¿se imaginan?), los visitarían con esposa y nietos para pasear por la rambla.

El extraño entramado que se teje con nuestras vidas sin que seamos responsables de ello, no le dejó siquiera intuir cómo puede cambiar todo. De qué forma se trastoca lo que podemos llegar a pensar de nuestro futuro.

Y no lo digo por el cáncer repentino que lo dejó sin vida en muy poco tiempo.

Mi viejo no pudo ni siquiera intuir que su amada empresa del estado se volvería a privatizar en un futuro rompiendo con miles de empleos en el entramado. Ni la visión estrambótica de algunos presidentes liberales disfrazados con un manto de líderes revolucionarios. Ni las devaluaciones que hicieron añicos sus años de esfuerzo económico. Lo que había ahorrado ahora ya no le serviría para comprar ninguna casa en ningún lugar tranquilo. Ni siquiera su preciada cooperativa Hogar Obrero existía, como sus ahorros en ella. Tampoco imaginó que la UCR, de la que tenía tantas esperanzas, años más tarde serían factores para que su hijo tuviese que ir a vivir a otro país.

Es difícil sentirse viejo y sin más futuro a los 40 años. Así estaba yo hace un poco más de doce años. La desmoralización es muy fuerte. Los valores se trastocan. Miraba al cielo y no sabía si era domingo o miércoles o festivo. No me tenía que levantar temprano al otro día. No había trabajo que hacer. Se podía seguir como profesional independiente pero los clientes no tenían dinero para pagarlo. ¡Las empresas tenían todo en el  corralito y el corralón! Trabajar como empleado era imposible ya que nadie contrataba y para lo poco que había yo no entraba en el “target”. Así aguanté hasta que no hubo más que vender y se acabaron los ahorros.

Hasta que llegué a España. No tardé un mes en conseguir trabajo. Volvía a respirar. Volvía a sentirme un hombre en el concepto humano de la palabra. Volvía a sentirme útil. Reviví de alguna forma.
Y pasó el tiempo. Retomaba el crecimiento económico y el ritmo social de pertenencia.

Pero desde hace un año, veo nuevamente la tormenta que se acerca. Y esta vez a 12.000 kms desde donde ya la había visto por última vez. Estas nubes me persiguen. Este es otro país, es otra realidad, diferente sociedad. Pero el hambre de poder económico de unos pocos es exactamente el mismo. Y los restos de sus bacanales siguen siendo exactamente los mismos también: nosotros.

Precisamente, desde que tuve el accidente, la empresa en la que trabajaba comenzó a sufrir el daño que está sufriendo la mayoría de la sociedad española. Esa empresa que llegó a facturar varios millones de euros anuales tuvo que echar a casi un 90% de los que trabajábamos. Dos de sus contratos más importantes se cayeron.

Es muy probable que en este momento yo estuviese exactamente en la misma situación que me acució hace 12 años.

Pero no. No estoy igual. Y no sé exactamente qué hubiese pasado si no me hubiera ocurrido lo que me ocurrió. Me da un poco de miedo pensarlo.

Recibo una pensión y servicios sociales que me permiten vivir dignamente. No me estoy resignando. No estoy exponiendo que estoy feliz con mi lesión. No la prefiero, ni la elegiría de ser una opción. Solamente la acepto.

Pero aprendí mucho a relativizar. A desconfiar de ideas o procesos políticos, más aún de líderes o gurúes ideológicos. No me da más crédito la democracia que no sea participativa (que no es la de las dos sociedades que yo conozco). Leo y escucho a mis amigos, ustedes, pero yo no voy a discutir más de política. No nos sirve hacerlo. Dudo mucho de la eficacia social tal cual está organizada. Creo que los objetivos no son solidarios y las estructuras que se generan para dinamizar a éstos son inhumanas. Poco es lo que podemos decidir o elegir y mucho menos podemos controlarlo.

Sin embargo hay muchas cosas en las que ratifico mi convicción. Creo en los ojos de Clau cuando me miran y cuando sueñan. Creo en la voz y en el corazón de mis hijas cuando hablamos. Me llenan el corazón los que se alegran al saber de mí.  Recibo con amor a los que vienen de alguna forma y creo en los que me reciben con los mismos términos. Bailo con la risa de mis amigos y me abrazo muy fuerte con las lágrimas mutuas. Es poco, pero es muchísimo.



Nota 1. Me gustaría decir que jamás voy a olvidar toda la ayuda y el apoyo que me dieron tanto la familia (que no me conocía) como los amigos gallegos. Ahí, en la verdadera Galicia.

Nota 2. No sé si esto que les conté tiene mucho que ver con el objetivo del blog. Pero tenía muchas ganas de decirlo.