lunes, 2 de enero de 2012

En la línea de fuego 1


El día que entré en mi habitación en Parapléjicos, me recibieron 6 personas. La mayoría mujeres, pero había por ahí también enfermeros. O eso creía yo. No tenía muy claro quién era celador, auxiliar, enfermero, fisioterapeuta o médico. Después de unos días me enteraría de lo que hacían cada uno. Todos vestidos muy prolija y uniformemente. “Hola, soy Feli. Acá vas a ver cómo te vas a recuperar”. Todos mensajes o metamensajes de ánimo. Pero los mimos no eran en todo momento. Había otros enfermos. Otras habitaciones.

“Afuera está su esposa, la vamos a dejar pasar para que se despida. Porque no es la hora de la visita. Le dijimos que te vamos a cuidar, que no se preocupe”. Clau, se fue llorando. Comenzaba otra etapa en esta aventura de la rehabilitación. Ya no podíamos estar tanto tiempo juntos.
Mucha gente, distintos pero iguales. Algunos muy corteses otros muy apurados. “¿Para qué lado te ponemos?” me preguntaba uno que no había leído el papelito que había dejado la doctora pinchado en el corcho “Evitar lado derecho”.

“Buenos días, ¿cómo te gusta el agua?” Y me dejaban una palanganita con una esponja. Los primeros días me ayudaban. “Decile a tu mujer que te traiga algún jabón líquido”. Ya pasado un tiempo además de dejarme limpiar lo que podía, me animaban. “Tienes que limpiarte tu ahí abajo”. ¡Pero cómo podría si no llegaba y menos a la parte de atrás! “Vamos, vamos no seas remolón”. Yo pensaba que los remolones eran ellos, que eran un poco vagos y que le gustaban hacer lo menos posible.

Con mi compañero, les poníamos apodos. Estaba la galleguita, la sargentona, el gracioso, el loco, el filósofo, el gritón, la buena, el vago, la callada, la buenorra a la que intentábamos ver un poco más por su escote. Y no podíamos. También la más fea que te puedas encontrar. A veces ellos mismos ubicaban sus horarios para estar juntos porque se llevaban bien. Por eso había que cuidarse cuando llegaban los “lázaros”. Una pareja tan bajita y expeditiva como bruta que era. Levantaban y acostaban de la cama a todo el mundo en un santiamén con una grúa a la que aporreaban llevándola de acá para allá.

Estaba el que nos traía en su móvil los videos de “el bananero” que nos hacían más compinches y estábamos horas y días riéndonos con esas boludeces. Y que a mi me traía CDs con juegos para la compu.

Siempre andaba por ahí el que imitaba voces y sonidos. En la quietud de la siesta se escuchaba de repente una sirena de ambulancia y no entendíamos nada. Hasta que descubrimos que era este tipo llevando a un paciente en la camilla. Un día Clau entraba a la habitación y apenas abrió la puerta saltó asustada al escuchar el aullido de un gato al que le acababan de pisar la cola. Era este tipo. Yo le había comentado el amor que tenía mi mujer por los gatos y él dejó a la brazuca toda la tarde asustada porque creía haber lastimado a un minino.

Una noche cuando dormía profundamente vinieron una vez dos a darme vuelta. Prendieron la luz y me quitaron bruscamente la sábana despertándome y charlando animadamente entre ellos. Yo sabía que iban a volver a las tres horas y me preparé. Serían las 7 de la mañana y cuando quisieron destaparme yo agarré la sábana tan fuerte que se asustaron. Y les dije: “la próxima vez que me despierten tan brutamente, como “gallegos” brutos que son, sin querer y estando “dormido” les voy a pegar una “hostia” que se van a acordar de este “sudaca” por varios meses”. Lo dije sonriéndome y ellos sonrieron también. Desde ese día JAMÁS volvieron a despertarme nunca de esa forma.

Otra noche, vino una enfermera a “sondarme”. Cuando terminó yo le dije “muchas gracias”. Siempre, solía agradecer todo lo que ellos hicieran. Alcanzarme algo que se cayó, sacarme sangre, limpiarme el culo, darme las pastillitas. Todo. Esta mujer me respondió: “No tienes que agradecer todo lo que hacemos, es nuestro trabajo”.
Era de madrugada cuando volvió y le dije bajito: “¿Sabés? Estuve pensando en lo que me dijiste y no estoy de acuerdo. Para vos será tu trabajo, pero todo lo que hagas, lo más mínimo que sea, siempre será para mi mejoría y yo te lo voy a agradecer” Me emocioné. No pude darme cuenta, porque había sido tan dulce que ni siquiera prendió la luz para no molestar, pero creo que ella también.

Con el correr de los días sabía cada uno de sus nombres. Jamás aprendí tantos en tan poco tiempo. Tenían turnos cada ocho horas. A la mañana entraba el turno de las 8:00. Era un revuelo de buenos días y bromas que escuchábamos que hacía que comenzáramos a despertarnos. A las 15:00 entraba el otro turno los que estaban apuraban a todos los andaban por ahí para acostarlos a la siesta. Lo mismo pasaba después de cenar. Había que dejar todo limpio y prolijito para antes de las 22:00 que entraban los que pasaban la noche. Algunos hacían siempre el mismo turno. Otros los cambiaban y te los encontrabas a la mañana y a la tarde. Después nos comentaban que entre ellos mismos lo hacían para poder juntar días libres para hacer alguna trámite, alguna cosa pendiente o simplemente para acumular más días para sus vacaciones.

Con unos tenías más onda que con otros. Unos eran más abiertos que otros. Estaban los del PP y los del PSOE. Los cultos y los paletos. Los amables y los tarambanas. Pero a todos los terminás queriendo. Bueno, a todos todos no. Pero eso ya será historia de otro post.

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