domingo, 15 de enero de 2012

Habitaciones Compartidas 3


Hubo momentos en los que no tuve compañeros. Por una razón u otra disfruté de la soledad de la habitación. Digo disfruté porque soy una persona que le gusta de la soledad. La compañía puede ser muy buena porque uno aprende y conoce gente. Pero yo muy feliz con mi soledad.
Nunca tuve ningún incidente ni mala experiencia con mis compañeros de habitación salvo el que conté en el post Habitaciones Compartidas 1.

Recuerdo dos o tres más compañeros y cuando los recuerdo siempre vienen a la memoria las situaciones más amables.

Pavel un señor rumano que no hablaba muy bien el castellano. Un día traen su mesita y su armario. “Tienes un compañero nuevo, es independiente. Viene de una habitación donde no lo dejan dormir. Pero él no se queja”. La primera noche conmigo despertó muy contento porque pudo dormir de corrido. Todo comentario de los médicos, toda observación de las enfermeras ni bien se iban, él decía “todo tontería”. Era muy callado y respetuoso. Cualquier observación la repetía dos veces. “Buenos días, buenos días”. A la medicación la llamaba “pastelitas”. “Ahora toca las pastelitas, pastelitas”. A todo decía que sí. Muchas veces tuve que traducir a los enfermeros lo que quería decir. No porque yo supiese rumano, sino porque había escuchado al médico o el auxiliar instruyéndolo o diagnosticándole. Creo que no entendía nada de nada. Y, por supuesto, cuando se iban, me decía: “todo tontería, todo tontería”. Era muy amigo de las pelis de vaqueros. Las mismas que mi anterior compañero. Tontería, tontería.
Hasta que se fue porque debían quitarle la fijación que había rechazado en el Virgen de la Salud.

La soledad solo me duró un par de días.

La auxiliar “Marísula”, me lo presentó y me dijo “vas a tener un compañero excelente”. Jose era un chico joven que había tenido un accidente de tráfico. Había estado ya internado y había hecho ya su rehabilitación. Venía porque por motivos de una fijación en su brazo ahora podía hacer fuerza para poder hacer bipedestación.

Nos saludamos, nos dimos la mano y ya me presentó sus credenciales de experimentado paciente. “Traje un switch, porque en la habitación solo hay una conexión a internet y así la podemos compartir”.
Muy conversador y amigable. Preguntaba sin rodeos. Al segundo día de estar ya sabía muchísimo más que yo de las historias de los demás. No era metido, simplemente por su simpatía y por su forma extrovertida acaparaba información como el que más. Le gustaban las motos y los “fierros”. Era el que sabía de marcas, modelos y prestaciones de todas las sillas de ruedas del mercado.
Era un andaluz muy bueno, pero su novia era la santa. Habían tenido el accidente juntos, pero ella era la que había salido mejor parada. Lo ayudaba en todo. Y cuando digo todo, me refiero a todo.
Nos llevábamos muy bien. El día que volví a “mi planta” después de las vacaciones, nos extrañamos mutuamente.

Cuando llegué, estaba la planta prácticamente vacía. El personal me trataba con mucho afecto. Todos nos acordábamos de todos y nos preguntábamos cómo nos había ido. Ellos disfrutando de las siempre “cortas” vacaciones y yo venía ya siendo independiente. Todos me felicitaban. Se alegraban de verme “funcionando” y haciéndome cargo sin problemas de mi silla y mis rutinas. Me dieron a elegir la habitación y yo me sentí halagado. Elegí una chiquita de dos, lejos de todo el mundo y de todo el ruido. El mes y poco que duró mi vuelta “al barrio” siempre intentaron dejarme solo en la habitación hasta que comenzó a poblarse de pacientes y tuve la pequeña y corta compañía de Armando. 

Un muchacho con muchos años de experiencia con una enfermedad que lo tenía a maltraer y lo fue dejando parapléjico. Venía a ser intervenido por un problema de escaras.
Yo lo conocía. Una vez, estando en el gimnasio y tumbado en una camilla donde me ponían a cierto ángulo de inclinación para volver a acostumbrarme a la verticalidad, yo me mareé. Me disgustaba mucho esta situación. Mi fisio, para darme ánimos, le pidió a un muchacho que estaba en bipedestación que me contara su experiencia. Y él me animó. Era Armando, que venía en forma externa.

Volviendo al tiempo en el que estuve bastante tiempo en mi soledad, una vez fuimos con Clau a una exposición en las que dentro de una bolsa de plástico, con algunas tonterías de merchandising, nos regalaron un globo amarillo.
Acompañando a Wilson en su convalecencia.
Nótese la foto pinchada del corcho que le dejó su familia
Yo lo inflé y lo puse en la cama de al lado simulando una cabeza. Le dibujé una cara. Ahí nació Wilson. El japonés kamikaze que no hablaba. Tenía una familia que le había dejado una foto en su corcho para que la recordara. 
Lo de Wilson era un tributo al amigo imaginario de Tom Hanks en su personaje en “Náufrago” (Cast Away).

Era la risa de enfermeros, auxiliares, médicos y personal que entraban a la habitación. Hasta alguno le tomó la temperatura y se asustó por la respuesta tan negativa del japonés. "¿Venimos a darlo vuelta a Wilson?,  bromeaban los celadores.

Wilson murió repentinamente de un pinchazo justo el día que vino mi nuevo compañero.

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