Hubo momentos en los que no tuve compañeros. Por una razón u
otra disfruté de la soledad de la habitación. Digo disfruté porque soy una
persona que le gusta de la soledad. La compañía puede ser muy buena porque uno
aprende y conoce gente. Pero yo muy feliz con mi soledad.
Nunca tuve ningún incidente ni mala experiencia con mis
compañeros de habitación salvo el que conté en el post Habitaciones
Compartidas 1.
Recuerdo dos o tres más compañeros y cuando los recuerdo
siempre vienen a la memoria las situaciones más amables.
Pavel un señor rumano que no hablaba muy bien el castellano.
Un día traen su mesita y su armario. “Tienes un compañero nuevo, es
independiente. Viene de una habitación donde no lo dejan dormir. Pero él no se
queja”. La primera noche conmigo despertó muy contento porque pudo dormir de
corrido. Todo comentario de los médicos, toda observación de las enfermeras ni
bien se iban, él decía “todo tontería”. Era muy callado y respetuoso. Cualquier
observación la repetía dos veces. “Buenos días, buenos días”. A la medicación
la llamaba “pastelitas”. “Ahora toca las pastelitas, pastelitas”. A todo decía
que sí. Muchas veces tuve que traducir a los enfermeros lo que quería decir. No
porque yo supiese rumano, sino porque había escuchado al médico o el auxiliar instruyéndolo
o diagnosticándole. Creo que no entendía nada de nada. Y, por supuesto, cuando
se iban, me decía: “todo tontería, todo tontería”. Era muy amigo de las pelis
de vaqueros. Las mismas que mi anterior compañero. Tontería, tontería.
Hasta que se fue porque debían quitarle la fijación que
había rechazado en el Virgen de la Salud.
La soledad solo me duró un par de días.
La auxiliar “Marísula”, me lo presentó y me dijo “vas a
tener un compañero excelente”. Jose era un chico joven que había tenido un
accidente de tráfico. Había estado ya internado y había hecho ya su rehabilitación.
Venía porque por motivos de una fijación en su brazo ahora podía hacer fuerza
para poder hacer bipedestación.
Nos saludamos, nos dimos la mano y ya me presentó sus
credenciales de experimentado paciente. “Traje un switch, porque en la habitación
solo hay una conexión a internet y así la podemos compartir”.
Muy conversador y amigable. Preguntaba sin rodeos. Al
segundo día de estar ya sabía muchísimo más que yo de las historias de los demás.
No era metido, simplemente por su simpatía y por su forma extrovertida
acaparaba información como el que más. Le gustaban las motos y los “fierros”.
Era el que sabía de marcas, modelos y prestaciones de todas las sillas de
ruedas del mercado.
Era un andaluz muy bueno, pero su novia era la santa. Habían
tenido el accidente juntos, pero ella era la que había salido mejor parada. Lo
ayudaba en todo. Y cuando digo todo, me refiero a todo.
Nos llevábamos muy bien. El día que volví a “mi planta”
después de las vacaciones, nos extrañamos mutuamente.
Cuando llegué, estaba la planta prácticamente vacía. El
personal me trataba con mucho afecto. Todos nos acordábamos de todos y nos
preguntábamos cómo nos había ido. Ellos disfrutando de las siempre “cortas”
vacaciones y yo venía ya siendo independiente. Todos me felicitaban. Se
alegraban de verme “funcionando” y haciéndome cargo sin problemas de mi silla y
mis rutinas. Me dieron a elegir la habitación y yo me sentí halagado. Elegí una
chiquita de dos, lejos de todo el mundo y de todo el ruido. El mes y poco que
duró mi vuelta “al barrio” siempre intentaron dejarme solo en la habitación
hasta que comenzó a poblarse de pacientes y tuve la pequeña y corta compañía de
Armando.
Un muchacho con muchos años de experiencia con una enfermedad que lo
tenía a maltraer y lo fue dejando parapléjico. Venía a ser intervenido por un
problema de escaras.
Yo lo conocía. Una vez, estando en el gimnasio y tumbado en
una camilla donde me ponían a cierto ángulo de inclinación para volver a
acostumbrarme a la verticalidad, yo me mareé. Me disgustaba mucho esta
situación. Mi fisio, para darme ánimos, le pidió a un muchacho que estaba en
bipedestación que me contara su experiencia. Y él me animó. Era Armando, que
venía en forma externa.
Volviendo al tiempo en el que estuve bastante tiempo en mi
soledad, una vez fuimos con Clau a una exposición en las que dentro de una bolsa de
plástico, con algunas tonterías de merchandising, nos regalaron un globo
amarillo.
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Acompañando a Wilson en su convalecencia. Nótese la foto pinchada del corcho que le dejó su familia |
Yo lo inflé y lo puse en la cama de al lado simulando una
cabeza. Le dibujé una cara. Ahí nació Wilson. El japonés kamikaze que no
hablaba. Tenía una familia que le había dejado una foto en su corcho para que
la recordara.
Lo de Wilson era un tributo al amigo imaginario de Tom Hanks en
su personaje en “Náufrago” (Cast Away).
Era la risa de enfermeros, auxiliares, médicos y personal
que entraban a la habitación. Hasta alguno le tomó la temperatura y se asustó
por la respuesta tan negativa del japonés. "¿Venimos a darlo vuelta a Wilson?, bromeaban los celadores.
Wilson murió repentinamente de un pinchazo justo el día que
vino mi nuevo compañero.
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