Siempre a las cinco de la tarde. Era la hora en que me
preparaba. Si hacía la siesta, entre las cuatro y media pasaban a tomar la
temperatura y de alguna forma u otra me despertaba. Pero a las cinco comenzaba
a vestirme para salir.
El colectivo (autobús) que traía a Clau llegaba entre las
17:20 y 17:30. Intentaba esperarla en la puerta. Si hacía calor, me quedaba
dentro disfrutando el aire acondicionado. Pero había días en que la brazuca
venía caminando. Entonces o me encontraba vistiendo o apurando la merienda.
Pero ese momento era el que más esperaba en todo el día.
Venía Clau.
Desde que llegamos a España, nunca nos gustó mucho ir de
bares como se acostumbra aquí. Siempre preferimos nuestra “soledad” de a dos
que encontrarnos con gente en los bares e ir de tapas. No es que no nos guste
la amistad con la gente. Todo lo contrario. Preferimos desarrollarla de otras
formas. Nuestros amigos lo entienden así y lo respetan. Pero en el Hospital
siempre aprovechábamos para ir al “barcito de afuera”. Así lo llamábamos. Un
barcito con un espacio cerrado y con muchas mesas dispuestas en un espacio muy
bonito. Lleno de árboles.
El día que llegué a Parapléjicos veíamos desde la ambulancia
cómo toda la gente, en silla de ruedas y a pie, estaba desperdigada en un
jardín precioso que rodeaba a un bar justo frente a la entrada. Dentro del
complejo hospitalario. Clau me animaba invitándome a imaginar el momento en que
podríamos tomarnos un cafecito ahí. Yo me emocionaba y sonreía pensando en esa
imagen.
Existe un bar en el interior del hospital que también es un
restaurante. En varios lugares del edificio también hay máquinas expendedoras
de bebidas, golosinas y snacks. Pero, por el espacio y el entorno el preferido
es el “barcito de afuera”. Íbamos todos los días. A veces tomábamos algo. Una
gaseosa (refresco), un café, un granizado de limón, una sin, a veces nada. Pero
siempre Clau pedía su botellita de agua. Claro, después de fumar necesitaba
tomar agua.
En lo que es la ley antitabaco vigente en España, hay una disposición
que establece que los fumadores no pueden hacerlo a menos de 100 mts. de hospitales
y de ciertos lugares públicos. En la parte exterior del bar se cumplía esa dichosa
distancia de veda. Por ese motivo estaba pintada una raya blanca que delimitaba
la zona de prohibición. Muchas mesas estaban dispuestas de tal modo que uno se
podía sentar de un lado y el acompañante del otro de la raya. Todos contentos.
Ahí pasábamos algunas horas charlando. Compartiendo las
novedades de casa, cómo iban los trámites, qué haríamos en el futuro y mis
avances “rehabilitatorios” entre otras tantas cosas. Tomábamos decisiones.
Volvíamos a replantear cosas. A veces llorábamos y la mayoría nos reíamos para
compensar un poco. Hacíamos otras cosas, pero ese va a ser motivo de otro post
(no sean mal pensados, eh?). Saludábamos a amigos. Veíamos como muchos juntaban
mesas. Algunos porque les gustaba hacer corrillos entre compañeros y
acompañantes. A veces, eran enormes. Otros, porque venía toda la familia a
visitar a algún compañero. Y cuando digo toda la familia me refiero a TODA la
familia.
Pocas veces compartíamos mesa con alguien. No por
desintegrados, simplemente porque nos gustaba nuestra soledad.
Pasado un tiempo, nos íbamos a caminar o íbamos a mi
habitación. Pero siempre el barcito estaba muy concurrido hasta altas horas de
la noche. Me invitaron varias veces pero no participé en ninguna, tampoco tuve
la mía, pero la mayoría de la gente organiza ahí “despedidas” cuando llega la
hora del alta.
La época en la que estuvimos coincidió con un tórrido verano.
Siempre el tiempo era bueno, soleado e idóneo para estar a la sombra y la
frescura de los arbolitos del bar de afuera.