martes, 27 de diciembre de 2011

El ángel de la tila


Era la noche anterior a mi traslado a un lugar en donde me habían dicho que a partir de que llegabas empezaba la recuperación. Había lista de espera y no a todos los que se proponían podían ir. Había comunidades que ni siquiera los mandaban. El Hospital Nacional de Parapléjicos era un objetivo difícil. Me la pintaban negra.
El médico que me había operado y hecho la fijación de la columna me confirmó que el traslado tenía fecha para 15 días pero que si no había vacantes todo se demoraría un mes más. Y hoy se cumplía el día 14.

La noche anterior no podía dormir. Mañana era el día. Yo estaba en la cama recostado justo en el lateral donde me dolía (tenía algunas costillas rotas) pero esa noche no solo era la molestia.
Era madrugada. Veía a Clau dormidita en ese sillón-cama que tenía a su disposición. Pintaba bastante cómodo. Ella estaba bien ahí, decía. Pero jamás podía llegar a parecerse a una cama con todas las de la ley. Por ese motivo, no quería despertarla.

Ya no sabía qué hacer. Me revolvía en la medida que podía. Unos centímetros para un lado, unos centímetros para el otro. La sensación de querer romper las ataduras invisibles de la inmovilidad era desesperante. Empecé a transpirar. Maldecía al pelo largo que molestaba más que nunca mojado. Quería levantarme. Quería dormir. Quería ver la televisión. Quería leer aunque fuese sin lentes (los había perdido en el accidente). Quería escuchar música sin tener ningún reproductor (no se dónde estaba y Clau menos para poder habérmelo traído). Hasta que se me ocurrió la idea de pedir algún tranquilizante evasor de esta vigilia insoportable.

Apreté el botón y enseguida vino la enfermera que estaba de guardia esa noche. Era Cristina. Una chica joven, morena con pelo muy cortito y un piercing en la nariz que aunque era muy chiquitito no pasaba desapercibido. Además de atenta y dulce era muy linda.

Fui al grano. Le dije que necesitaba un tranquilizante, que quería dormir. Ella me recordó que ya había tomado uno después de la cena. Y me preguntó por qué lo necesitaba.

La mayoría de los españoles son gente muy directa. Sin preámbulos ni rodeos. Son tan específicos a veces que pueden llegar a parecer bordes (maleducados). Y, por supuesto, no les caben las “mariconadas”. Me la jugué con esta chica y traté de explicarle que el problema no era de dolores físicos. Le dije que tenía miedo. Miedo a que mañana algún médico confirmara que no podían trasladarme porque no habría vacantes hasta dentro de un mes. Miedo a que todo se demorase más. Miedo a tener que estar quietito sin hacer nada hasta quizá más de un mes. Le dije que tenía terror a seguir viéndome como un saco de papas tirado en la cama al que cada 3 horas venían cuatro auxiliares a darme vuelta para el lado contrario al que estaba. Le dije que tenía pavor de volver a llamar nuevamente, día por medio, porque por el olor me parecía que me había cagado y que me limpiaran me daba una enorme verguenza. Todo un mes más… o quizá más tiempo… o tal vez eternamente. Estaba desarmado y creo que estaba llorando.

Ella me pidió que esperara que ya volvía.

Supuse que la había convencido y me traería la bendita sedación.
Al poco rato, y con una taza humeante en la mano, me ofreció una tila. La infusión tenía tres saquitos y despedía un olorcito espectacular. UNA TILA!. Yo esperaba un vasito de plástico con una pastilla de “tranquilán”, “dormilicina” o algo así y esta enfermera no solo me traía una infusión sino que en una muy placentera y acogedora taza.

Y ahí comenzó todo. Me preguntó por qué pensaba que no iban a trasladarme. Me dijo que había averiguado y que estaba confirmado el traslado. Me habló de lo bueno que iba a ser que descansara ahora porque a partir de mañana me iba a cansar tanto que había que aprovechar. Me pidió que fuese paciente. Me prometió que todo iba a mejorar. Me sacó muy gentil y suavemente del castillo de desesperanza en donde estaba amurallado. Y se marchó. Y me tomé la tila. Y me dormí.



Muchas veces, hablando con Clau, me prometí volver a saludar a Cristina. Hasta que un sábado de paseo, en el Luz del Tajo (centro comercial de Toledo) seis meses después, nos cruzamos.  Se paró con un montón de bolsas delante de mi silla y me preguntó si me acordaba de ella. “Por supuesto que si, Cristina”. Hice hincapié en su nombre para que supiera la importancia de mi recuerdo. Ella se acordaba no solo de mi nombre y de lo pelirroja y dulce que era mi mujer, sino de esa noche anterior a mi alta del hospital. Nos reímos al recordar. Nos dijimos lo bien que nos veíamos. Nos alegramos de lo bien que estábamos y del trabajo que aún teníamos. Nos dimos seis besos. Cerramos un círculo de afecto, cariño y amor que me ayuda aún hoy el recordarlo.

1 comentario:

MªÁngeles dijo...

Si hubiera más "Cristinas" reduciríamos el gasto farmacéutico. Se podría invertir el ahorro en personas capaces de escuchar, empáticas y humanas que en el silencio de la noche hagan al paciente más llevadera su convalecencia.